Hacia el año 1067 de nuestra era, un jarl vikingo que se llamaba verosímilmente Ullman -el hombre de Ull, dios de los cazadores- desembarca en Panuco, pequeño poblado del Golfo de México. Era natural del Slesvig, la provincia meridional de Dinamarca donde escandinavos y alemanes ya se mezclaban, como todavía hoy.
Era ésta la época de las grandes expediciones marítimas de los “Reyes del Mar”. Cada verano, los vikingos abandonaban sus tierras estériles, se lanzaban por el Atlántico, entraban en los ríos de la Europa occidental y tomaban por asalto sus ricas ciudades que saqueaban sin piedad. Preferían, sin embargo, cuando podían, establecerse de modo permanente en los territorios conquistados por las armas o conseguidos por tratado y convertirlos en sus feudos. Irlanda, Escocia, Normandía y buena parte de Inglaterra estaban sometidas a su autoridad. Por ello, para la guerra y el comercio, los drakkares surcaban los mares del Occidente. Eran barcos muy marineros, pero a los cuales su vela cuadrada sólo permitía maniobras limitadas. A menudo las grandes tempestades del Norte los llevaban muy adentro
en el océano y los grandes descubrimientos que nos relatan las sagas, los de Islandia, de Groenlandia y de Vinlandia -la Nueva Inglaterra de hoy-, fueron él resultado inesperado de desvíos involuntarios. Tenemos derecho a pensar que fue por la misma razón que Ullman se encontró, un buen día, en las costas de México.
La América Central y la América del Sur sólo nos ha llegado, en efecto, a través de los relatos míticos e incompletos que recogieron, de boca de indios cultos, los cronistas españoles de la época de la Conquista, algunos de los cuales, como el obispo Diego de Landa, acababan de encarnizarse en quemar los libros mexicanos que, ellos sí, eran muy precisos. De lo que podernos estar seguros, es que los indios quedaron mucho más impresionados por los barcos de los vikingos que por la apariencia física de estos últimos. Ya habían visto a otros blancos, unos monjes irlandeses que llamaban papar, a la Triada escandinava, verosímilmente llegados de Huitramannalandia, o Gran Irlanda, territorio situado al norte de la Florida. Por el contrario, los drakkares de proa delgada, cuyos flancos cubiertos de escudos de metal centelleaban en el sol y cuya gran vela movediza parecía palpitar con el viento, les habrán parecido animales fabulosos. Tal vez sea ésta la razón por la cual Ullman entró en la historia mexicana con el nombre de Quetzalcóatl, la Ser piente Emplumada. Corridos por el clima cálido y húmedo que les resultaba insoportable y, por otro lado, sedientos de descubrimientos, los vikingos no tardaron mucho en abandonar las tierras bajas de la costa para ir a instalarse en la meseta del Anáhuac. Allí, impusieron su autoridad a los toltecas, una Tribu nahuatl. Quetzalcóatl fue su quinto rey. Dio leyes a los indígenas, los convirtió a su religión y les enseñó las artes de la agricultura y la metalurgia.
Unos veinte años después de su desembarco en Panuco, Ullman fue llamado al Yucatán por una tribu maya, los itzáes, que, traduciendo su apodo, Jo llamaron Kukulkán. Sólo permaneció dos años en la provincia meridional de México donde encontró, sin embargo, el tiempo de fundar, sobre las ruinas de una aldea preexistente, la ciudad de Chichén-ltzá y de visitar las regiones vecinas donde se lo obligó a retomar el camino del Anáhuac.
Una desagradable sorpresa Jo esperaba allá: parte de los vikingos que había desoído las órdenes de uno de sus lugartenientes se habían casado, durante su ausencia, con indias y ya habían nacido numerosos niños mestizos. Furioso pero impotente, Ullman abandonó México. Con sus compañeros leales, se hizo a la mar en el punto en que había desembarcado veintidós años antes. Reencontramos los rastros de los vikingos en Venezuela y en Colombia, que cruzaron lentamente. Llegaron así a la costa del Pacífico donde reembarcaron, a las órdenes de un nuevo jefe que parece haberse llamado Heimlap -Pedazo de Patria, en norrésen
botes de piel de Jobo marino, para ir a fundar, más al sur, el reino de Quito y, Juego, hacia mediados del siglo XI, el imperio de Tiahuanacu. Ignoramos el nombre del jarl que los mandaba cuando llegaron a la altura del puerto actual de Arica y subieron al Altiplano del Perú. Las tradiciones indígenas Jo llamaban, en efecto, en un danés apenas deformado, Huirakocha, “Dios Blanco”. Pues, en Sudamérica como en México, los indios no tardaron en divinizar a sus héroes civilizadores respectivos, aunque los habían tratado tan mal durante su vida.
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